Crédito Imagen: Jurisdicción Especial para la Paz – JEP
Investigador, docente y abogado
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( Notas sobre lo irreconciliado II )
Los primeros autos de imputación de responsabilidades en los dos grandes macrocasos regionales en instancia de JEP (Caso 02, para el pacífico nariñense y caso 05 para el norte del Cauca) recibieron, en su momento, menos atención de la esperada.
Como si una voz, que no es de nadie, impusiera su poder y nos dijera que sobre el agotamiento moral de cara a la publicitación machacante del mundo sufriente de nuestro conflicto, tendremos que hablar en algún momento. Pero que, por ahora, hablaremos e intentaremos hacer la transición.
Esa misma voz, tan mandante como si fuera la encarnación misma de la cultura jurídica, nos impone el impute, la imputadera, esas imputaciones que, al tiempo, sorprenden y no sorprenden. Pues además de las ya conocidas (reclutamiento, asesinato, homicidio, etc.) se suman: destrucción del medio ambiente, exterminio de pueblos y culturas, daños a la espiritualidad, persecución por razones raciales, de diversidad sexual y de género.
Leer «Notas sobre lo irreconciliado en la experiencia transicional colombiana»
Por supuesto, el racismo, la persecución contra los pueblos indígenas y afrodescendientes, la destrucción de formas de vida comunitarias, de formas de relacionamiento con la naturaleza y los espíritus de la selva, etc., en Colombia, se le imputan a un sólo grupo armado, a un solo grupo social: es un problema de insurgentes, de militares desviados, de pobres contra pobres. Nada que ver las transformaciones capitalisticas en estas tierras, nada que ver el racismo y el sexismo culturalmente anclados en nuestras formas de vida, nada que ver las políticas públicas en décadas recientes.
Y por supuesto, si los militares exterminaron a la UP, pues principio de simetría mediante, los insurgentes también tienen su cuota de nazismo. Lex parsimoniae, la explicación más simple suele ser la más probable: la culpa es del otro. El problema es que, tal vez, el “sentido común” sea menos un aliado y más un enemigo del juicio.
Y, por supuesto, de verdades simples, simplonas, el mundo imaginario de nuestro tiempo ha sido llenado con esta “hegemonía cultural” que fue el relato de la Seguridad Democrática. Si destrucción del pacífico nariñense y de las montañas del norte del Cauca hubo, fue obra de una fuerza de ocupación, cual extranjeros xenófobos y genocidas. En ese orden de ideas, la Sala de Reconocimiento de Hechos y Conductas, la JEP en general, sobra pues, eso, ya lo sabíamos. La Seguridad Democrática nos lo advirtió: el terrorismo lleva consigo todos los horrores imaginables, todos los que queramos imaginar, incluso aquellos que se ocultan bajo nuestras camas. El juicio transicional opera, allí, como la lucha antiterrorista: al alimentase del terror y de la perplejidad, luego, las reproduce.
Ejemplo fue, tal vez, el ejercicio de la Sala de Reconocimiento en torno al Caso 02, un extenso despliegue de imaginación (de más de mil páginas como lo dicta la prolífica tradición en la magistratura colombiana). Atención: “imaginación” no quiere decir aquí falsa conciencia sino agenciamiento maquínico, un poco tomando prestadas expresiones de un libro de Guattari. “Imaginario” es justamente lo que el dispositivo punitivo científico-judicial contemporáneo produce bajo la forma de una antropología del peligro, una geografía de coordenadas físico-imaginarias con sus respectivos relieves y referentes bien indicados frente a los cuales cualquiera es víctima (y cualquiera se puede reconocer en su “victimidad” propia).
En una columna sorprendente, un exsecretario de la JEP nos invitó a “reflexionar” sobre las matemáticas de la violencia insurgente. La ecuación es simple: gracias a las cifras de la Comisión de la Verdad, nos es posible hacer una proyección matemática de la capacidad mortífera de las FARC en 55 años de existencia: 200 mil víctimas, esto es, casi la totalidad de los homicidios cometidos y censados desde 1948 con ocasión del conflicto.
La numerología del exsecretario es a todas luces caprichosa pero no tan importante. Lo interesante está en otra parte, en la manera como reaparece ese “sentido común”, ese mundo fantasmagórico invocado en el tiempo de nuestras guerras infinitas (guerra al narcotráfico, guerra al terrorismo, guerra a la revolución molecular disipada, etc.) del que la llamada “Seguridad democrática” fue una expresión clara.
Para estas formas de “reflexionar”, la violencia y la explotación son eso: cifras. La “verdad”, principio guía de la JEP, no puede aparecer y mencionarse más que en en cifras. Para esta reflexión, La verdad es actuarial: promedios de muertos, número de víctimas, cifras de bajas, porcentajes de votos. Si algo distingue al “sentido común” seguritario es ese amor indecente por la contabilidad mortífera; de los litros de sangre a la regla de tres de la muerte, hay pocos pasos (llenos, por demás, de sombras y silencios). Cifras como poseídas, empero, por fantasmas terribles.
Que lo diga un exsecretario de la JEP, no sería significativo si no apareciera en realidad como una suerte de síntoma de la jurisdicción. Arriesguemos la piel al señalamiento lacerante que hace el exfuncionario contra el sistema público de defensa de los comparecientes firmantes de la paz en JEP (“¿cómo es posible defender semejantes monstruos?”). Digamos lo siguiente: el peligro más grande en el que incurre la JEP no es el de ver a excomandantes cumpliendo sanciones restaurativas en “libertad”. El peligro más grande es el darle nuevo rostro al chivo expiatorio de siempre. Y, por supuesto, por esa vía, definir la transición con lo que se quiere superar: la fantasmagoría seguritaria.
Pensemos en la figura de la “nave de los locos” del Bosco. Al loco medieval, en Europa, se lo expulsaba de la ciudad y se lo condenaba a vagar los canales y los mares, no tanto por razones de utilidad social, sino por razones próximas a los exilios ritualizados. Figura temible, nos lo recordó Foucault en un texto maravilloso: su proximidad con la muerte recordaba obstinadamente su presencia inmediata, la nada experimentada desde el interior.
Dos consistencias se reúnen en la nave: la nada que lleva consigo el loco y la inmensidad oscura e indeterminada que el mar configura en los imaginarios. Para expiar la muerte era imperativo condenar a su presencia a vagar eternamente lo incierto. La condena a navegar se configura en el umbral que define el “aquí mismo” y la incertidumbre del destino. Lo incierto, esa es su única prisión posible para el loco. El loco, prisionero de una “infinita encrucijada”; el pasajero por excelencia; el prisionero del pasaje. Aquel que sólo tiene su verdad y su patria “en esta extensión infructuosa entre dos tierras que no pueden pertenecerle”.
Es evidente que nuestra singular transición, sin antecedente y, seguramente, sin legado (como es de rigor en la “teoría” sin teoría de la transición y en esta justicia transicional en la que no hubo transición) no es una “prisión” a cielo abierto. Pero la figura del pasaje es precisa. Nuestra stultifera navis no viene cargada de locos sino de seres monstruosos, y sus agenciamientos simbólicos, de condenas al pasaje que se escabullen por entre las proyecciones sancionatorias.
Una suerte de dispositivo de transición eterna, una prisión para eternos pasajeros puede estarse edificando en instancia jurisdiccional transicional. Lo irreconciliado transita del pasado al futuro: el principio generacional defendido por el Acuerdo Final se inspira en una certeza: del pre al post, los efectos de la violencia se fijan pese al “filtro” transicional. El problema no está allí sino en la capacidad autoafirmativa que tiene el sentido común de la máquina seguritaria en tanto que elemento que da consistencia a la transición misma.
Farc invasoras, racistas, xenófobas, sexistas, ecocidas, Farc nazis. Ese argumento ha primado tanto en el 02 como en el 05. Prima también en Sala de amnistías y, seguramente, primará en otros macrocasos. Para una lógica de guerra sin solución de continuidad, un eterno enemigo salido de las entrañas de todos los miedos, a riesgo por supuesto de seguir instituyendo en relato oficial la verdad simplona del autoritarismo electoral-seguritario.
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