
Margarita María Durán Urrea
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A veces quisiera que se apagara el internet. Pero no el de mi casa, de la que puedo desconectar el router, o el del teléfono móvil, que quito suspendiendo los datos. En realidad, a veces me gustaría que se apagara todo el internet. Fantaseo con la idea de que un grupo de delegados secretos, portadores de llaves capaces de resetear los protocolos que articulan la red, se pongan de acuerdo para suspender algún elemento clave para su funcionamiento, que nadie pueda encontrar ningún sitio web cuando intente navegar, y que así nuestras vidas puedan recuperar el silencio.
En lugar de eso, nuestra cotidianidad transcurre, como el espacio, con un sonido constante, una radiación de fondo, que es el zumbido de las antenas de 3G, 4G y 5G recordándonos que cada siete minutos debemos mirar las notificaciones del teléfono a ver ‘si alguien nos ha escrito’. O ‘si ha pasado algo’. Como si tuviéramos la responsabilidad de supervisar el devenir del universo.
Colofón de este zumbido es el que, una vez naturalizado el internet domiciliario, escolar, laboral y móvil, nuestro mundo asume que todos estamos conectados y que debemos estar atentos a lo que sucede en la nube, ese lugar virtual donde sucede la conexión. En esa nube, cada mensaje de texto -vía WhatsApp, Telegram, Instagram, X, Facebook, Messenger, Threads, Pinterest u otros- supone que emisor y receptor tienen un lugar común en el tiempo y el no-espacio de la red y, por tanto, demanda furiosamente una respuesta. “Me dejó en visto”. “Pero ya leyó”. “No ha contestado”. Supervisamos los mensajes de ida y regreso, los tiempos para responderlos, los chulitos azules y todo indicador que atestigüe que la comunicación es inmediata. Como si la velocidad de la respuesta diera fe de la calidad del vínculo.
En mi mundo paralelo, no tendríamos más de esos tábanos demandantes que son los mensajes cortos. Podríamos vernos cara a cara, cruzarnos en una esquina, pasar la tarde charlando en las gradas de la casa o en el andén, en la plaza de mercado o en una tienda de barrio. En algunas ocasiones, porque las llamadas serían caras, podríamos trasnochar haciendo visita por teléfono, para salvar las distancias o las horas impropias. Y si quisiéramos alcanzar a alguien distante, en el tiempo y en el espacio, podríamos usar las cartas.
Mientras los mensajes de texto son instantáneos, o lo pretenden, las cartas son lo opuesto. Se parecen más a los mensajes en botella que botan los náufragos al mar. Quien escribe una carta, sabe que el y su lector, o lectora, están en lugares diferentes. Que están en tiempos diferentes también, pues la carta, escrita en el presente, será leída en algún momento del futuro. Que no podrá verificar si la carta fue leída o no, pues no llegan por el correo notificaciones de ‘apertura de sobre’. Que debe cuidar las palabras, pues están abiertas a libre interpretación y sin posibilidad de verificar su sentido de forma inmediata.
Quizás por eso Efraín y María son los personajes simbólicos culmen del amor y la pérdida de la literatura colombiana; porque de su relación, construida a punta de cartas, nos queda la comprensión de sus lugares dispares, sus diferentes maneras de sentir y amar, sus esperanzas y penas y aún así, la sinceridad de su afecto.
Si los mensajes y sus notificaciones demandan violentamente una respuesta inmediata, las cartas abren de manera pacífica la posibilidad de tomarse sin culpas el tiempo para responder. Allí donde las apps de mensajería presumen de haber creado un falso lugar común -la red-, las cartas reconocen la distancia, las dificultades de la comunicación, la imposibilidad de que todos los mensajes lleguen a tiempo o, más bien, de que todas las personas estén sincronizadas en el sentimiento. Una carta es la posibilidad de releerla, desde otro tiempo, lugar o subjetividad, para entender mejor lo que su autor quería decir.
Así como las cartas son, creo yo, las columnas de opinión. Textos cortos hechos con la conciencia de que la persona del autor y de los lectores pueden estar en tiempos, lugares y estados de ánimo más, o menos, diferentes. Son una invitación a exponer el propio lugar de quien escribe, para hacerse comprensible. Son la petición de reflexión para quien lee, de contrastar si concuerda o no con el texto. Son la posibilidad de hacer circular ideas y a la vez respetar el silencio. Son, en suma, un ejercicio práctico para comunicarse en paz.
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