La humanidad ante el dilema

Manuel Humberto Restrepo Domínguez
Profesor Titular de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Ph.D en DDHH; Ps.D., en DDHH y Economía; Miembro de la Mesa de gobernabilidad y paz, SUE.
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El mundo está hoy ante una disyuntiva clara: o los pueblos se juntan y los movimientos populares, progresistas y democráticos alinean sus agendas de poder y de gobierno basadas en derechos y libertades, o las ultraderechas instalarán sus programas de gobierno y sus valores basados en el odio y la muerte.
Si no se da la unidad de los sectores que promueven el respeto y desarrollo de la libertad y de los derechos, la búsqueda de la convivencia en paz, el bienestar y el respeto por toda dignidad humana será cosa del pasado.
En estas dos décadas del siglo XXI, los grupos y movimientos de ultraderecha han emergido como fuerzas disruptivas. Tanto en democracias que se creían consolidadas, como en otras más frágiles.
En Alemania, los grupos neonazis son cada vez más evidentes en las calles; algunos, como en Dresde, se reúnen todos los jueves a las 5 pm en posplatz, frente al palacio cultural y el mural de los trabajadores. En España, con un lenguaje agresivo, provocador y desafiante, cruzan los linderos de la decencia y el respeto y, así, impiden el diálogo. En Argentina, la muy posible enfermedad mental del presidente, su amenaza de “sicotizarse” si lo presionan, unido a su excentricidad vacía, llena recintos de fanáticos. En Colombia se juntaron las fuerzas de derecha y copan los medios de comunicación con estruendosas ignominias y falsedades, con llamados de odio y barbarie. En Estados Unidos, por último, las barras aplauden cada arbitrariedad producida por su líder.
El ascenso de la ultraderecha no responde a un accidente histórico, sino a un proyecto estructurado que combina nacionalismo excluyente, autoritarismo institucional y una agenda sistemática contra derechos humanos, paz y pensamiento crítico. Comprender su esencia exige ir más allá de los discursos mediáticos para analizar sus pilares ideológicos, estrategias de poder y consecuencias sociales.
Su núcleo identitario se sostiene sobre cuatro ejes inseparables. Primero, un nacionalismo etnocultural que defiende la “pureza identitaria” como antídoto contra la globalización y la diversidad; basados en mitos históricos y esencialismos ficticios, demoniza al “otro”, a la persona diferente; señala y a amenaza a inmigrantes, minorías, comunistas, socialistas, izquierdas como amenaza existencial. Segundo, el autoritarismo encarnado en líderes carismáticos (con semejanza a Adolfo Hitler) que concentran poder, debilitan contrapesos judiciales y desprecian la participación plural. Tercero, una narrativa binaria y polarizante que divide la sociedad entre “nosotros” (gente de bien en Colombia) y “ellos” (los llaman populistas e, incluso, indiamenta); a quienes no hacen parte de su exclusiva élite, los tachan de corruptos, sin aportar prueba alguna y ahí incluyen a medios alternativos, jueces imparciales, académicos y científicos críticos. Cuarto, un conservadurismo reaccionario que busca degradar derechos y revertir conquistas sociales que incluyen los derechos de la población LGBTQ+, el aborto y las políticas de igualdad de género.
Su agenda concreta trasciende la retórica para materializarse en políticas específicas. Tienen una marcada obsesión por la “seguridad”, abominan los derechos y menosprecian libertades y avances científicos. Jurídicamente, amparados por medios de comunicación, periodistas y jueces militantes de su causa. Promueven leyes contrarias al progreso esperado por los pueblos como la paz, el bienestar y la dignidad. Siembran miedo pánico a los migrantes, militarizan fronteras y promueven y realizan deportaciones masivas.
Bajo el lema de “orden público”, imponen arbitrariedades, restringen libertades básicas, criminalizan protestas, vigilan masivamente a la ciudadanía y recortan autonomías de regiones y de universidades -sobre todo públicas-. Simultáneamente, impulsan una reingeniería cultural por medio de la cual censuran contenidos educativos sobre diversidad sexual, memoria histórica, filosofía política, humanidades o geopolítica y diseñan normas “anti ideología de género”.
El impacto negativo de la ultraderecha en derechos humanos es brutal y deliberado. Cambia por completo la estructura cultural de los países. Comete genocidios, como el del sionismo contra el pueblo de Palestina y convierte a las minorías en chivos expiatorios: los inmigrantes son deshumanizados, los pueblos indígenas ignorados en sus demandas territoriales y los grupos minoritarios son estigmatizados como “incompatibles con los valores nacionales”; las mujeres enfrentan retrocesos en salud reproductiva y protección contra la violencia machista; los colectivos LGBTQ+ ven bloqueadas leyes contra la discriminación; la libertad de expresión política de quienes piensan distinto a la ultraderecha es debilitada mediante acoso judicial a lideres sociales, intelectuales, artistas, sindicalistas y críticos. Para peor, su retórica de odio alimenta la violencia callejera y tolera abusos policiales, creando un clima de impunidad.
Los intelectuales, académicos, científicos, artistas, son vistos como enemigos estratégicos. La ultraderecha despliega un anti-intelectualismo activo, desacredita el conocimiento experto tachándolo de “elitista”, difunde teorías conspirativas como el “marxismo cultural” el «globalismo», o el castrochavismo y ataca financieramente a universidades y programas de ciencias sociales. Paralelamente, construye una contrainteligencia mediante think tanks y pseudoexpertos que niegan consensos científicos como el cambio climático o el necesario uso de vacunas. La censura adopta formas sutiles, desde listas negras de libros “peligrosos” en escuelas, hasta campañas de difamación contra profesores críticos. Veamos tres ejemplos al respecto: Jair Bolsonaro tildó a los filósofos de “idiotas útiles”; Uribe Vélez señaló de aliados del terrorismo a los defensores de derechos humanos y Viktor Orbán expulsó a la Universidad Europea Central de Budapest.
¿Cómo explicar su ascenso?
Estos movimientos explotan crisis reales creadas por ellos mismos, como la desigualdad económica, desindustrialización, fallos de gobiernos tradicionales de hegemonía de derecha o neoliberal, para gestionar flujos migratorios o inseguridad ciudadana. Convierten el malestar en combustible para su narrativa de “recuperación nacional”.
Su éxito depende de vacíos institucionales, poderes populares dispersos y sin unidad, sistemas electorales polarizados, justicias frágiles o cooptadas y una esfera pública intoxicada por desinformación, falsedades, injurias, vulgaridades y manipulación.
La ultraderecha no es un espectro del pasado, es un fenómeno contemporáneo que instrumentaliza la democracia para vaciarla. Cada vez es más difícil resolver con ella diferencias a través de diálogos argumentados y coherentes. Usan las urnas para acceder al poder, pero una vez en él, debilitan mecanismos de rendición de cuentas, cooptan medios y transforman instituciones en herramientas de dominación. Su combate contra derechos humanos e intelectuales no es un efecto colateral, es la esencia de un proyecto que sustituye el pluralismo por la homogeneidad, la crítica por la obediencia y la dignidad por la exclusión.
Las sociedades libres, los movimientos sociales, las mentes lucidas y quienes aún tienen el sueño y la utopía del poder popular basado en ética, justicia y derechos para todos los seres humanos, deben resolver la encrucijada: unidad para avanzar o regresar a la barbarie.
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