
Mateo Gutiérrez León
Defensor del pensamiento crítico/ Sociólogo en formación
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Mucho se ha hablado sobre el actual gobierno progresista y el fenómeno singular que supuso la llegada de Gustavo Petro a la presidencia. Aun así, muchos de los análisis respecto a este fenómeno no pasan de ser una mera revisión de la situación de los aparatos institucionales del Estado. Merece esta fecha un análisis del proceso de cambios políticos que atraviesa Colombia, una reflexión que vaya a las raíces de aquellas situaciones, fuerzas y sectores que hicieron posible un nuevo escenario de lucha en el país.
Para hacer este análisis, empecemos por situarnos en el momento que atravesábamos con el gobierno de Iván Duque. Veníamos de la firma del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, acuerdo que era visto por un sector importante del país y de sus fuerzas políticas como una oportunidad para abrir la puerta a los cambios postergados y solucionar los graves problemas territoriales y de exclusión que habían marcado a Colombia por décadas. Pero también, veníamos de la implantación rigurosa por parte de los gobiernos de las políticas económicas neoliberales, extractivas y de libre mercado, las cuales han traído consecuencias desastrosas en muchos sectores sociales.
La implantación de los TLC, la megaminería, la apertura económica sin control, y la privatización de los pocos sectores productivos que aún pertenecían a la nación trajo la quiebra del agro, de muchos sectores del comercio, industria, así como profundas crisis en el sistema de salud y educativo.
Las respuestas desde el campo popular fueron los paros campesinos y estudiantiles, las mingas y movilizaciones sociales, que se hicieron una constante durante el periodo de negociación que condujo al fin de las FARC como insurgencia revolucionaria. Una vez más, las famosas «líneas rojas» del Estado mostraban como a pesar de las negociaciones el modelo de muerte y empobrecimiento no iba a ser replanteado en lo más mínimo.
Esta contradicción, se tradujo en un profundo rechazo al gobierno de Santos, pues la situación económica de muchos era dramática, y pudo ser aprovechada (junto con el uso de la propaganda demagógica) por el uribismo para retornar al poder.
El gobierno de Duque estuvo marcado por una brutal violencia social y política; a diferencia de Santos, que en su segundo periodo buscó desarrollar su agenda de despojo por la vía de la cooptación y la negociación (durante el primero fue totalmente uribista) Duque lo hizo impulsando a los sectores armados de la ultraderecha, legales e ilegales, a desarrollar una campaña de terror y sangre.
La lógica era simple: con el enemigo principal desarmado tan solo bastaba con acabar militarmente al ELN, cometer un aniquilamiento contra el movimiento social, que resiste por las vías no armadas, y expulsar de las pocas posiciones institucionales a la izquierda parlamentaria, ya cooptaba por Santos y despojada de su bandera histórica, La Paz.
La extrema derecha en su conjunto vio una carretera vacía, sin obstáculo alguno y apretó el acelerador para llegar lo antes posible a su destino. Cegada por el embrutecimiento y la soberbia, creyó que sea había agotado en Colombia cualquier posibilidad de resistencia, y actuó sin ningún control.
El nivel de violencia social desatada por el Estado alcanzó el tope de lo absurdo: la policía reprimía en las ciudades indiscriminadamente y sin control, amparada en nuevos códigos de procedimiento persecutorios. Concentraciones que no tenían ninguna reivindicación política, como el «día del skate» en Bogotá, fueron reprimidas con una brutalidad feroz, por solo traer un ejemplo anecdótico. El movimiento social registró la tasa de asesinatos de líderes más alta del mundo por 4 años consecutivos. La persecución a los trabajadores informales era incesante, así como los casos de brutalidad policial, palizas a jóvenes, violaciones a mujeres por parte de policías, asesinatos contra pobladores de barrios populares, campesinos e indígenas.
El clima de malestar social creció, y poco a poco se fue preparando la respuesta popular, a veces espontánea y desorganizada, otras veces organizada en expresiones que buscaban defenderse de la violencia del régimen.
En este contexto irrumpe el 21 de Noviembre como un quiebre, una respuesta del pueblo urbano que había aprendido de la movilización territorial campesina, indígena y afro. Este pueblo se lanzó a las calles, y las repercusiones fueron enormes: no solo salieron los sectores tradicionales de la izquierda (en su mayoría sin capacidad organizativa callejera), sino una enorme masa indignada, que, sin pedir permiso, y desarrollando la acción directa le plantó cara al modelo de muerte y persecución del Estado.
La movilización continuó durante los meses de diciembre de 2019 y enero de 2020, y trajo consigo las primeras líneas como experimento de autodefensa territorial y popular urbana. Tristemente la represión se volvió a sentir. Fueron varias las personas mutiladas, que perdieron sus ojos o sufrieron encarcelamientos. Hubo operaciones policiales antes y después del 21 de noviembre.
Sin embargo, la pérdida más dura fue la del joven Dilan Cruz, quien con apenas 17 años murió por un proyectil disparado por la policía en el centro de Bogotá. Dilan se convirtió en un símbolo de ese nuevo sujeto de lucha que marcaría no solo el levantamiento de 2019 sino el del 2021: el de los jóvenes urbanos sin oportunidades, maltratados y olvidados por el Estado, criminalizados incluso después de muertos.
Podríamos decir que tanto el 2019 como el 2021 fueron dos episodios de un mismo levantamiento, que fue cortado repentinamente por la pandemia y el confinamiento. Lo que en algún momento fue para Iván Duque un alivio, ante la creciente tensión social, pues las movilizaciones se cortaron debido al covid-19, que se convirtió en un acelerador de la crisis. La pandemia aumentó el hambre y la pobreza, generó desempleo y mayor rechazo, no solo al presidente, sino a la clase política en general, y sobre todo al uribismo.
Con este panorama, y con las FARC desarmadas, era difícil para el Estado culpar a la insurgencia de generar las manifestaciones. Intentó culpar a políticos como Petro, al ELN o a las disidencias. Pero era imposible negar que era una respuesta de un buen sector de la sociedad colombiana a la violencia estructural (económica, política, policial y social).
A esta porción de la población que participó, directa o indirectamente, en el estallido se le fueron sumando fuerzas y liderazgos políticos del progresismo o la izquierda, pero en esencia, nunca dejó de ser una expresión netamente de base. Se desató en el país un levantamiento como no se había visto desde 1948; sostenido en el tiempo y con reivindicaciones claras, algo que no esperaba ninguna fuerza política, ni siquiera la izquierda.
El resultado finalmente fue aprovechado inteligentemente por Petro, quien obtuvo por fin las condiciones para llegar a la presidencia, recogiendo parte del enorme sector que tradicionalmente se abstiene de votar, mientras que pactaba con parte de la clase política para estabilizar el país.
Una buena reflexión, sobre todo para los sectores que siguen ciegamente al presidente, tiene que ver con la ausencia o no de conflicto político en Colombia. Muchos debates sobre la caracterización de la violencia que vive el país se centran en desconocer su origen estructural, bajo el mito de que «después de la desmovilización de las FARC no se puede hablar que el conflicto colombiano tenga naturaleza política».
Desconocen quienes repiten esta falsa idea, que fue un conflicto político el que permitió el cambio en la estructura institucional que vemos hoy en día. Ahora bien, que la naturaleza de ciertas organizaciones, sobre todo aquellas que se siguen un denominando como «FARC» haya cambiado, es otro asunto.
Es como si en su momento hubiéramos negado las raíces políticas y estructurales del conflicto cuando este dejo de ser bipartidista; sin entender que este va cambiando históricamente, de bipartidista a clasista, de campesino a urbano, de ser un conflicto entre organizaciones rebeldes a ser un conflicto con expresiones más dispersas y sociales.
El levantamiento de 2019-2021, fue un conflicto profundamente clasista; pues no estaba suscrito únicamente a una lucha sectorial-económica, o a un partido. Fue un auténtico levantamiento de los sectores sociales oprimidos y explotados contra el régimen. Fue la fuerza popular la que condicionó los movimientos, y la oportunidad de tomar posiciones dentro del Estado, y no al contrario, como creen algunos dentro del Pacto Histórico, o el propio presidente.
Hoy, a seis años de ese levantamiento, conmemoramos el esfuerzo heroico de todas aquellas personas que se levantaron ese esa jornada de lucha, y en las posteriores. A los que dieron su vida por una causa justa y se atrevieron a confrontar la violencia y el terrorismo del Estado, a Dilan y su madre que lo tuvo que llorar en prisión, a los presos que aún hoy siguen encarcelados, a los que tuvieron que salir del país a causa de la persecución posterior. A todas aquellas personas que dieron algo para que hoy podamos estar más cerca de un cambio.


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