
Juan Camilo Quesada Torres
Doctorando en Sociología UNSAM/EIDAES (Argentina)
Investigador en Economía popular
•
No he encontrado una buena manera de explicar a mi hijo que hay algunas cosas que se deben hacer únicamente porque es necesario hacerlas. Hacer tareas es una de ellas: hay que hacerlas porque es necesario.
Claro, la explicación es mucho más profunda. Acudimos a referencias como que las tareas hacen parte del proceso pedagógico, que tienen un fin dentro de las planeaciones de cada asignatura, etcétera. Todas ciertas. No mentimos. Sin embargo, las tareas ocupan un lugar muy especial en el malestar de los niños y niñas de antes y de ahora. Me resulta obvio. ¿A quién le gusta llegar a su casa para tener que seguir pensando en matemáticas, inglés, sociales, que la flauta suene dulce? ¿A quién, si se ha estado en ello desde las 7:00 hasta las 15:00?
Ese es el horario del colegio al que va mi hijo en Bogotá. Sale de su casa a las 5:15 de la mañana. Inhumano. Debe atravesar toda la ciudad, destruida por obra y gracia de Peñalosa, López y Galán. Regresa sobre las 17:00. Sí, casi 12 horas para llegar a casa y pensar si para el otro día tiene páginas de la cartilla de matemáticas por hacer.
Mi hijo va al colegio de la Universidad Pedagógica Nacional, el Instituto Pedagógico Nacional, entre otras cosas, porque nos pareció que la UPN, formadora de formadores, podría dejar una impronta de educación menos policiva en nuestro hijo a través de los profes, casi todos egresados de ésta.
No quiero entrar en el razonamiento fácil de decir que el colegio es deformador, que no promueve la creatividad, que es conservador, etcétera. Primero, porque es cierto y, segundo, porque no lo es. Si esa fuera una verdad absoluta, la transformación sería imposible, impensable. Estaríamos siempre en la cinta de Moebius donde todo es superficie y no hay posibilidad de revés. La única opción sería la destrucción.
El colegio, como las instituciones educativas, suele ser tan conservador como transformador.
La coordinadora de primaria puede mandarte una nota por razones tan absurdas como que tu hijo dijo una grosería (me encanta que mi hijo sepa las groserías, respondí una vez cansado de que nos escribieran tonterías) o enterarte de que, en clase de lengua castellana, están leyendo “Zoro”, de Jairo Aníbal Niño. Ese libro de literatura infantil colombiana que en su primer párrafo contiene toda la belleza del resto de la narración. ¿Quién no se queda pensando en la belleza del pájaro Tente en medio de la muerte? Yo no pude dejar de pensarlo durante muchos años.
Puedes encontrarte con padres y madres de familia que creen que los profesores y el colegio son esclavos cuidanderos y depósitos de niños, respectivamente, que no hay razón alguna para que hagan jornadas de planeación pedagógica o cualquier otra actividad que resulte en que hay un par de días sin clases. ¿Cómo así que no hay clase?, se preguntan y, enseguida, se lamentan “¿Qué vamos a hacer con los hijos en la casa?! Después, sospechan y acusan sibilinamente: “¿Se van a quedar durmiendo hasta tarde los profes o qué”. También puedes encontrar padres y madres que piensan en cómo colaborar con el colegio para la planeación de actividades propias de la vida pedagógica.
Los grupos de Whatsapp de papitos y mamitas son conocidos en el mundo entero por ser expresión de lo peor del género humano. Yo estoy en dos: curso y ruta (transporte escolar). Sólo Dios sabe lo que he sufrido. Allí llegué a ver cómo una mamá pedía a gritos que dos o tres niños fueran expulsados del colegio por alguna situación propia de eso que llamamos “indisciplina” y que es absolutamente común entre los y las jovencitas que están aprendiendo a vivir. Su argumento más fuerte: “si yo me equivoco en mi trabajo, me arriesgo a que me echen. Deben aprender que los errores se pagan”, decía. Hacía énfasis en ¡Pagar!
La verdad que el problema no es del colegio. No es sólo del colegio. El mayor problema es que creemos que al colegio se va a aprender a hacer caso, que todos y todas tenemos que ser los policías de los otros y que cualquier error, falta o equivocación debe ser sancionado ejemplarmente: quien se equivoca, debe pagar, parece ser la consigna.
Así, las relaciones escolares quedan mediadas por la vigilancia: vigilo que estés haciendo, que estés diciendo, que estés pensando, que estés ocupado, que estés bien sentado, que estés callado. Si no es así: ¡Sanción!
Así actuaban padres y madres décadas atrás cuando tiraban al piso de los patios de sus casas costalados de maíz y fríjoles revueltos para que sus hijos tuvieran que recogerlos separadamente, uno por uno, como adelantando la pena por un crimen que puede llegar a cometerse. El crimen del ocio, de aprender una grosería, de cometer un error. El ocio te da tiempo de pensar que no siempre hay que obedecer al vigilante de turno a veces vestido de profesor, a veces de papá o mamá (quién no desobedeció a su papá y su mamá a cambio de algo que disfrutó con ganas).
Así actúa la policía que es la institución de “hacer caso”. O las ordenes se cumplen o la milicia se acaba, decía el dicho cuartelario.
Porque como el profesor obtuso, el policía siente que su palabra es la ley y que se debe hacer lo que él o ella indican. Son imperativos categóricos caminantes, dijo un instagramer por estos días (@exul.ego.clericus) que hablaba sobre aquellos que actúan como policía del gusto. No hay nada peor que ellos. Si no haces caso, debes pagar por tu error, diría aquella madre.
Así incluso pasa en la vida laboral. Hay quienes sienten que una labor de coordinación de un espacio laboral, por más mínimo que sea el mando asignado, o sea, un mando mínimo, existe para poder dar órdenes. Incluso si lo que la labor requiere es conversación, acuerdos, síntesis; porque lo más importante es que sepas hacer caso, que sepas que aquí se obedece, que si cometes un error, lo pagas. Aun mejor, que sepas que te puedo hacer pagar cualquier cosa, sea o no sea error.
Está claro que ser policía y pensar es una contradicción. O mejor, que ser policía y pensar en cosa distinta de hacer caso es imposible. Yo hago caso, tú me haces caso. Y hay colegios, profesores, padres y madres que piensan que educar es enseñar a hacer caso. Que convierten espacios formativos en lugares antipedagógicos: Instituto Antipedagógico Nacional.
Esa es la mayor profundidad que alcanzan las propuestas políticas que quieren meternos un policía hasta debajo de la cama. No buscan seguridad, buscan que hagamos caso. No pueden entender que sea posible no hacerle caso a Trump, que es el gran policía del mundo.
A mi hijo le digo todo el tiempo que no necesitamos de un policía (o sea, alguien que vigile si hizo o no hizo) para que haga lo que tiene que hacer, porque la tarea es necesaria dentro de su proceso pedagógico. No me interesa tampoco que piense que debe ser autónomo en su quehacer, sino que sepa que lo mejor sería que pudiera dedicarse al ocio total y completamente. Que la tarea tiene un sentido (que ni yo mismo me lo creo), aunque muchas veces pienso que hace las veces de granos de maíz y fríjoles tirados en el patio que sólo buscan que estés ocupado después de doce horas de salones rígidos, de profes obtusos y potenciadores, de groserías y de Zoro.
Siempre le digo que, como canta Eskorbuto, donde hay mucha policía hay poca diversión. Y que la diversión es lo más importante del proceso educativo.


Deja una respuesta