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Acá se sabe todo, porque todo sucede uno entre otro, uno con otro y consigo mismo.
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Así fue como me convertí en el asesino más grande del mundo: los periódicos publicaron mi foto rodeado por los cadáveres de millones de moscas, mientras el presidente pronunciaba mi nombre como ejemplo para las tropas.
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Fabrica tu fuego, incendia el cielo, blasfema mis nombres, grita, ama a tus dioses de carne, olvida mis promesas.
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Es sólo una torpe costumbre de recordar lo que no pasa y una ira que se enciende cada vez que pienso en el primero que intuyó las seis letras del Olvido.
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Lo único permanente es la danza del cambio: somos criaturas arrojadas al torbellino, voces en un canto que no concluye.
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Mujeres que escriben con el fuego de sus manos y la luz de sus memorias. Versos que hilan deseo, mito y eternidad.
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Mi vida se llena de muertos vivos que debo resucitar a punta de recuerdos y añoranzas.
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Esta guerra, ¡Maldita Guerra! ¡Ya estoy dispuesta a morir! ¡Disparen! ¡No me violen!
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Para la mamá de la Princesa Hoshi, el jardín somos nosotros. Ella nos contempla sin percatarse que la grandeza nuestra es ella.
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Pensé entonces que, si yo me hubiera casado con una mujer 30 años mayor, quizá hoy estaría colgado de un chinchorro, bajo un bohío en el Caribe, con un whisky en la mano. Pero en cambio estoy escribiendo esta historia, buscando sentido en los caminos de otros.