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Maruja Vieira escribió sobre el amor, la tierra y la muerte cuando a las mujeres se les pedía silencio. Su poesía no gritó: resistió.


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Somos hijos de bastardos, nietos de lisiados de guerra y padres de muchachos que compran árboles por internet.

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Temía escribir y ofender a quien pudiera buscarse, y encontrarse, tras un personaje, una situación o un gesto.

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La sal se llenó de hormigas, mamá. Los poetas pintan sin tocar un alma, los pintores trazan pétalos sin haber olido una flor. Y los adultos, cagados de mentiras, no escuchan la palabra joven.

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La justicia se volvió reversible, el poder heredable, y la soberanía un eco que rebota contra los muros de Manhattan.

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Esas leyendas no solo buscan asustar: enseñan, controlan y castigan los cuerpos y deseos que el poder no logra dominar.

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Morir para un pájaro es sentir que el viento se ha vuelto el enemigo.

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Aun sin prueba irrebatible, había existido alguien más entre ellos. No más flores, sin importar su nombre y su color. El viernes dejó sobre su lápida las flores del olvido.

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Desperté con la certeza de que ese sueño había sido más real que muchos días vividos despierto con los amigos.